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15 de noviembre de 2010

Ser vasos de barro

Llevamos este tesoro en recipientes de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros”. 2 Cor 4, 7




Ser de barro…
realidad que palpamos
día a día;
más aún
si uno vive
centrado en sí mismo,
mirando sólo sus obras,
sólo sus intereses,
pues quien vive así
constata
con mayor fuerza
con la tristeza de la caída
(como cuando una
vasija cae
de un lugar alto),
nuevamente
que es de barro.


Somos pues, vasos de barro,
y, ¿que significa aquello?
Que soy unión, “mezcla”
del polvo humano,
y el agua fresca de Dios.
El agua necesaria,
y el polvo necesario,
modelados, pensados,
soñados, trabajados,

por Manos cuidadosas,
laboriosas, pacientes.
Dios respeta nuestra unicidad,
no vierte demasiada agua
para no diluir nuestro polvo;
y por el contrario,
cuantas veces,
tratamos de “ser” más polvo
(polvo que se lleva el viento),
de vivir sin Su agua,
aparentemente firmes,
engañosamente sólidos,
pero de fondo,
quebradizos, secos,
lejos de poder ser modelados,
esclerosados, volviéndonos
poco a poco macizos…
pero tan frágiles,
hasta quebrarnos.
Y nos damos cuenta
una vez más,
que somos barro,
y que somos polvo,
y que al polvo volvemos.


Y Dios,
Alfarero tan preocupado
(a pesar de nuestra necedad)
vuelve
a verter Esa agua,
tan pura,
tan fresca,
tan acuciante para el polvo.


Mas
quien se sabe de barro
ese barro noble,
salido de tierras eternas,
y se hace dócil
a las manos del Creador,
puede ser capaz,
de Ser realmente,
de dejarse formar
y cumplir aquella función
para la cual está hecho.
Pues el Alfarero
piensa, espera,
sueña,
algo grande
para cada vaso de barro,
formado al calor
de sus manos.


Dios se dedica a nosotros,
cual Alfarero
nos va tornando,
nos va perfilando.
Cada vaso
con características distintas,
y cada vaso
hecho para algo inmenso.
Va depurando excesos,
aquello que no va con la forma
pensada por el Autor,
aquello que sobra.
Hay que ser dóciles,
dejar que opere.
Él nos conoce,
nos soñó,
nos va modelando.
no hay porqué desconfiar.


Si el vaso de barro
a medio tornar,
decide alejarse
de las manos del Alfarero
terminará por secarse,
y al fin se agrietará
si se expone al sol asolador;
o terminará
por perder consistencia,
y diluirse
expuesto a la cruda humedad.
Por ello,
siempre debe ponerse
en Esas Manos
que saben lo que nos conviene,
y nos cuida
con suma constancia.


Finalmente, terminado el vaso
(aunque el modelado
continúa día a día),
se le descubre
esa misión
que anhela cumplir.

Antiguamente era común,
que vasos y vasijas de barro
tuviesen una misión fundamental:
saciar el hambre
y la sed de las personas,
portando alimento y agua;
portaban vida
para los hambrientos y sedientos.
Hoy muchos,
tristemente,
buscan sólo ser
meros objetos de exposición,
relucir,
estar en el lugar
más alto de la estantería,
para ser vistos,
para ser admirados.
Se olvidan
de que no se han formado
por sí solos,
tienen un Autor
al cual se deben;
olvidan que su Creador
los ha destinado
para algo más grande.

Pero prefieren
el fatuo brillo de las miradas,
la valoración por su color,
por su forma,
por sus características
que lo hacen distinto,

pero tan igual
a tantos otros vasos
que sólo (y solos)
buscan esta admiración.
Todo ello es pura sorna.

Estos vasos,
son justamente
aquellos que
habiendo alcanzado
lugar tan alto,
terminan cayendo
con mayor dolor,
y mayor desdicha.
Y vuelven al polvo…
esperando ahora,
ser llevados por el viento.
Pero son recogidos,
(si así ellos lo quieren)
por la misericordia
del Alfarero,
que con mano suave
refacciona, compone, sana
las quebraduras más difíciles.

El Hacedor pues,
no se cansa
de admirar sus vasos de barro.
no se cansa de verlos
portando alimento,
llenando vientres vacíos,
saciando la sed de tantos,
Esos vasos que responden
a aquello para lo que sí
han sido hechos,
son el gozo y la alegría
del paciente Alfarero;
son su gloria día a día.
Pero,
nuevamente,
¡hay que dejarse modelar!
Hay que dejarse llevar
por las manos
de este Buen Alfarero,
que sólo busca nuestro bien.
Sólo busca que brillemos,
no con las luces de colores
que ofrece el mundo,
sino con la luz radiante
de su gloria;
y que sepamos
que somos vasos de barro,
frágiles,
débiles,
de polvo humano,
pero luminosos,
a sus ojos, bellos,
con misión y labor concreta,
trabajados al calor de sus manos,
al clamor de sus cantos,
de su dulce Voz,
que nos va llevando
a resplandecer para este mundo,
que tan a oscuras anda,
y que necesita vasos de barro
que transparenten
la luz del Señor Alfarero,
que de su Amor seamos
eternos pregoneros.


10 de noviembre de 2010

¡Sé tu mismo!

¿Quién no desea en su vida llegar a lograr algo importante; de fondo, lograr ser recordado, permanecer en el recuerdo de muchos? ¿Acaso no es un anhelo propio del ser humano, y más aún de la juventud, que busca un cambio porque no se conforma con lo que tiene ante sus ojos, y quiere más? ¿Pero cómo se da hoy en nosotros esta realidad? ¿Vivimos de acuerdo a lo que profundamente anhelamos, siendo auténticos, mostrándonos tal cual somos; o vivimos más bien de “poses”, de máscaras, de marcas?

“Ser o no ser, he allí la cuestión”, decía Hamlet, en la obra del reconocido escritor William Shakespeare. Una duda que en el mundo de hoy, se ha convertido más bien (parafraseando la frase) en “la cuestión es no ser quien eres”. Así las personas viven confundidas, pero “felices”; sin rumbo, pero con “mucha seguridad” de lo que quieren en la vida; muy “despiertas”, pero no se dan cuenta de que andan bajo los efectos de una poderosa anestesia.

¿Por qué se nos propone no ser quiénes somos? Porque este mundo en el que vivimos nos vende día a día, modelos de vida, “felicidades” pasajeras; pues ese es su negocio: que nosotros, tarjeta en mano, sigamos consumiendo y consumiendo, sin darnos cuenta que nuestro crédito se ha acabado hace ya bastante tiempo. Porque es “mejor” andar disfrazados, con máscara sobre máscara, aparentando ser únicos (con un tipo de zapatos o marca de ropa que todos usan), pero sumergidos en el mar de la uniformidad, adormecidos frente a lo que nos rodea, preocupándonos principalmente por las frivolidades de la vida, por lo vano. 

Y, ¿por qué esto se nos vende como lo “mejor”? Por una razón sencilla: así te lo dice el mundo. “Mi producto es lo máximo”, “Compra esto, y serás feliz”, “Usa esto y serás el número 1”. Porque en lo profundo de nosotros mismos, tenemos un anhelo innegable de ser felices (de aquella felicidad que no termina), de vivir con un sentido la vida, de ser realmente uno mismo. Ellos lo saben, y a ello apelan, de eso se benefician.

La solución, es sencilla. Todos en el fondo la sabemos; pero primero, hay que quererla. Hay que tener valor (porque siempre va a ser difícil ir contra la corriente), y tener claro que mi felicidad no la determina qué estilo de peinado uso, o qué pantalón "fashion" me pongo. Ninguna  “moda” o modelo me va a venir a decir qué cosa es lo que realmente quiero. Si quiero ser feliz de verdad, tengo que “SER” de verdad, tengo que ser yo mismo. ¡Sé tu mismo!


Santidad en nuestros días

Es sorprendente ver la gran cantidad de santos que la Iglesia ha canonizado y sigue canonizando, de manera especial en los últimos decenios. Mártires, laicos jóvenes (hasta niños) o casados, Obispos,  religiosas, religiosos, consagrados y consagradas, en fin. Toda una gama de hombres y mujeres, de vida ejemplar, que por su testimonio, son ahora reconocidos por la Iglesia, como dignos de veneración.

Algo que llama fuertemente la atención, es que fue precisamente el siglo pasado en el cual más santos y beatos, fueron elevados a los altares. La Congregación para las Causas de los Santos, es el organismo encargado de estudiar los milagros, martirios y virtudes heroicas y de proponer los diferentes ejemplos de santidad para que el Sumo Pontífice proceda a realizar las canonizaciones y beatificaciones oportunas.  Creada por el Papa Pablo VI el 8 de mayo de 1969, ha tenido mucho trabajo en estos últimos tiempos. Los últimos Papas, han hecho un gran esfuerzo por demostrarnos a todos los fieles que la santidad es un ideal alcanzable para todos. En esta línea, Benedicto XVI en el Angelus del 1º de noviembre,  Solemnidad de Todos los Santos dijo: "La santidad, imprimir a Cristo en uno mismo, es el objetivo de la vida del cristiano". Pero cabe preguntarse, ¿por qué justo en este tiempo?

¿Acaso la Iglesia no responde siempre a los signos de los tiempos? ¿Acaso Dios no sostiene a su Iglesia buscando  mostrarnos el camino, sirviéndose de la cooperación humana, a pesar de que estemos a la deriva? Ante un mundo materialista, en que se vive cada vez más "independiente" de Dios; en que hasta se ignora su existencia; en donde la ley del confort prima sobre cualquier cosa que implique esfuerzo, sacrificio; ¿qué mejor respuesta que la de aquellos que se santificaron en este mundo, amando al Señor Jesús, teniéndolo como centro de sus vidas, y esforzándose por vivir en sus vidas aquello del Evangelio de San Juan: “Permaneced en mí como yo en vosotros” (Jn 15, 4)? Aquellas venerables personas, muestran al mundo de hoy que la santidad es posible, que vale la pena esforzarse y poner todo el empeño en las manos de Dios, para que así, cooperando con su gracia alcancemos ese horizonte eterno para el cual estamos hechos desde que Dios nos soñó.

Tengamos siempre presente el hermoso testimonio de todos aquellos santos, beatos, y personas de vida ejemplar, que reflejan la luz del Sol de Justicia, y que nos acompañan con su intercesión en nuestro caminar. El Santo Padre Benedicto XVI nos decía en el Angelus del 1º de octubre:  "Os invito a contemplar a los mejores hijos de la Iglesia, que nos estimulan con su ejemplo y ayudan con su intercesión a vivir para alabanza de la Trinidad, rechazando lo que es indigno de nuestra condición de cristianos y tendiendo con humildad a la perfección del amor. Sin complejos ni mediocridades, seguid con alegría las huellas de Cristo, haciéndoos conformes a su imagen y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. ¡No tengáis miedo a ser santos! Es el mejor servicio que podéis prestar a vuestros hermanos…”. Y con San Pablo, digamos con esperanza: "Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe..." (Heb 12, 1-2).











9 de noviembre de 2010

Ante el ocaso de la vida

Si a alguno le ha tocado alguna vez estar en un velorio, y se ha puesto a reflexionar con seriedad, se dará cuenta de que la tristeza o la evasión de la realidad son muy comunes. Pero, ¿por qué no aprovechar la ocasión para profundizar en las cosas esenciales de mi vida? ¿Por qué no dejarme cuestionar?


Hay lágrimas por doquier,
de quien se duele sin consuelo.
Hay sonrisas,
falsamente esbozadas,
queriendo ocultar
el pesar y la tristeza.
Hay también
alegres y sonoras carcajadas,
un “hola” por aquí,
un “a los años” por acá.
Éstos no entienden nada.
Está también el dolor
punzante y agudo,
de quien se siente
caminando entre muertos.
O por qué no,
aquel dolor
sencillo y transparente,
de un amor puro y sincero,
que aún no entiende
qué ha ocurrido.

Pero, ¿qué sentir?
¿Por qué llorar?
¿La miseria
se debe ocultar?

Del polvo venimos,
eso lo sabemos.
Pero cuánto cuesta afrontar
que al polvo volvemos;
cuanto cuesta entender
que no somos
en la tierra eternos;
y que más bien,
nos espera un final,
que no es bonito,
ni de colores,
y que llegará
tarde o temprano.

Hasta aquí, ¿algo claro?
¡Pues claro que no!
Imposible que el anhelo
termine en tal dolor;
imposible que el Amor,
dure sólo hasta aquí.
El corazón se duele, llora,
pero se resiste a creer
que todo acaba así.
Y es que el dolor,
algunas veces nos atonta,
nos ata;
enceguece nuestro camino,
y no nos deja ver
ese eterno destino.

Porque la vida aquí, termina.
Y cómo duele.
Pero debemos
mirar más allá,
trascender, entender,
que el Amor continúa,
que el anhelo se perpetúa,
y que en esta tierra,
construimos nuestra muerte.

¿Pero todo termina allí?
¡Imposible también!
El dolor no es vano,
el esfuerzo es humano;
y la aparente derrota,
que es la Muerte,
es vencida,
pisoteada y enterrada
por Aquel
que le da sentido a todo:
a la vida,
a la muerte,
al dolor,
a lo humano,
al Amor;
pues con Él,
vamos de la mano,
a encontrarnos fraternalmente,
en su Casa,
en nuestro Hogar,
con aquellos hermanos,
aquella Madre,
aquel Padre,
aquel ser querido,
aquel amigo.

Y así vivir en su Morada,
saciar este anhelo,
llenar el vacío,
entender el dolor,
amar y adorar
todos unidos,
en un abrazo infinito,
que no termina nunca,
que comienza siempre,
a nuestro querido Dios.